Sobre un pinar tupido que cae suavemente a un paisaje de prados y lagos, se plantea este conjunto de veintitrés viviendas. El fin es esconderse bajo la sombra espesa de los pinos y pasar desapercibido mediante una arquitectura pausada, autóctona y a la vez sorprendente.
Cada vivienda se descompone en cubos de diferente proporción que se asientan a distintas cotas siguiendo el terreno natural. Las viviendas se agrupan para disminuir el impacto visual y compartir las vistas desde el punto más alto de la colina.
Todas las casas comparten las mismas características y paleta de colores: el rojo tierra, para el suelo que contrasta con el lienzo verde del lugar; y el blanco, para el resto de la arquitectura a la manera de los pueblos encalados -ventanas, paredes, techos-. Esta aparente monotonía se combate con cinco tipologías de vivienda, que se adaptan a la topografía variable creando entradas por el piso superior o inferior, de manera indistinta y con la finalidad de preservar el paisaje.
Habitar estas casas se asemeja a volver a modelos vernáculos de habitaciones sencillas, poco ornamentadas, techos altos y mucha superficie de pared. Los avances tecnológicos se concentran en la planta baja. Cocinas en isla y abiertas a un patio particular. Las salas ocupan un cubo alto, abierto a tres caras y con un sistema de carpinterías que desaparecen en los muros para crear un gran porche abierto.