Os podría hablar del encañizado para encofrar las bóvedas; de la cocción en horno de leña de la tova manual del pavimento; del cariño por el oficio de los canteros, que colocaban cada piedra pensando en cómo encajaría la siguiente; de la elaborada textura del blanco de la fachada: un homenaje a las casas de los pescadores. O podría explicaros la inspiración cubista picassiana de este amontonamiento de casas sencillas a trencajunt, o de la sagrada estructura funicular que sustenta esta composición.
Pero yo quiero hablaros de aquel pedazo de tierra firme perdido en medio del mar; de la postura inocente de aquel olivo y de cómo la casa le hizo un lugar para no tener que talarlo; de las conversaciones con Paco, en ese hablar y ese pensar de Cadaqués, cargados de sal y sabiduría; de aquellos viernes de infinitas curvas encadenadas sobre la moto para ir de visita a la obra; de los días de tramontana, del sol cegador o del Canigó nevado a la vuelta.
Yo también quiero tener un refugio en Cadaqués, un refugio en la vida nerviosa, abierto de par en par al mar y al viento. Un refugio de paz para pensar despacio, que, como dice Narcís del huerto, es la única manera de pensar bien.