
En el corazón del Barrio del Realejo, se rehabilita una casa entre medianeras en la colina del Mauror, al pie de la Alhambra. Orientada al suroeste, la casa se acomoda a la topografía. Los antiguos muros de contención permiten salvar un desnivel de diez metros y va creciendo a medida que asciende la ladera.
La calle parra de San Cecilio, situada detrás de la primera parroquia la ciudad de la que recibe su nombre no tiene acceso rodado, se accede por escaleras y sólo tiene casas con números impares. La fachada blanca del numero once es una más, con huecos regulares, alero y nada que la distinga del resto excepto la ausencia de ornamento.
Esta obra es la materialización de un posicionamiento ético, “Menos es mejor” que procura reducir la huella ecológica de forma sensata. La consciencia medioambiental reclama una nueva cultura del habitar y el cambio urgente que se precisa no es tarea de unos pocos. Todos los que habitamos este pequeño planeta somos responsables de construir un mundo mejor.
En esta casa se pretende reducir la generación de basura, reciclar, reusar, recuperar, no derrochar, aceptar lo existente, adaptarse a trabajar en condiciones de escasez. Eliminando cualquier gesto superfluo acepta la invisibilidad y prefiere, a todas las escalas, preservar la belleza del planeta, del territorio, a implantar la suya propia.
Decía Margarita Yourcenar en su libro Memorias de Adriano que “cada hombre está eternamente obligado, en el curso de su breve vida, a elegir entre la esperanza infatigable y la prudente falta de esperanza”. En un momento repleto de situaciones caóticas: la crisis medioambiental, una pandemia mundial, catástrofes ecológicas, incendios, erupciones volcánicas y conflictos bélicos, parece difícil mantener la esperanza. Quienes se deciden por ella pronto descubren que en la esperanza está la gran belleza, que es su aliada en los tiempos difíciles que estamos viviendo. Tiempos en los que la arquitectura está llamada a ser poesía épica.

Se construye sobre lo existente, destruyendo lo menos posible y construyendo lo menos posible. Los muros de contención primitivos se respetan, reforzándolos tan solo en la planta baja, por las malas condiciones y la exigencia estructural del mismo.
Una rehabilitación guiada por un criterio de racionalidad y economía de medios que acepta la belleza imperfecta de lo existente y no repara en reutilizar materiales. Así ocurre con las vigas de madera que se convierten en bancos del jardín, con la pieza de mármol desechada en cantera que empotrada en el muro sirve de mesa y bebedero de pájaros.
Se eligen materiales naturales y simples, los menos posibles, madera, mármol de las canteras cercanas de Macael y como protagonista la luz de Granada.
A excepción de la primera crujía de teja árabe, como es tradición y norma en el centro histórico de Granada, el resto de la parcela se convierte en zona verde, con un sistema que reutiliza las aguas de las duchas para garantizar el riego de huerto y jardín incluso en los meses de verano sin consumo extra de agua.
Las cubiertas vegetales permiten hacer vida al aire libre y contacto con la naturaleza y ofrecen una alternativa a la velocidad y el ruido de la ciudad. Una pequeña alberca que recoge el agua de lluvia sirve de piscina para refrescarse en verano.

El huerto en el bancal más alto de la parcela goza de magnífico soleamiento y vistas sobre la ciudad y Sierra Nevada. En cada uno de los niveles del jardín se ha plantado un árbol, un magnolio, un limonero y un granado. Una parra y una buganvilla existentes completan el conjunto.
Las zonas verdes regadas con agua reciclada contribuyen a bajar la temperatura y reducir el efecto de isla de calor de la ciudad. Una pequeña y concreta aportación a la lucha contra el cambio climático.